Astronomía dramática

En el centro de Madrid brilla una imponente y recién descrita constelación dramática. Todavía carece de nombre. Dibuja una perfecta línea recta algo torcida, pues vagamente coja debe ser toda perfección si no quiere caer en la asepsia repelente.

No crean que ha sido descubierta tras siglos de supina ignorancia astral, sino que la tercera estrella, cuerpo merodeador de luz empecinada, se detuvo en su posición actual hace apenas diez meses –un tiempo ridículo en términos celestes–.

En esta constelación que tengo el honor de señalarles con mi dedo maravillado y entusiasta, se alinean tres dramaturgos resplandecientes, autores de una sólida obra prolífica, responsables en sus respectivas épocas de innovaciones notables en el campo de la escritura dramática.

La primera estrella es Jacinto Benavente, el Nobel a quien el público favoreció y la posteridad literaria ajustició; la segunda es Tirso de Molina, el fraile de las cuatrocientas comedias –discípulo sobresaliente de Lope de Vega– que fue desterrado, amonestado y confinado; la estrella vagabunda que completa el dibujo es José Sanchis Sinisterra. No tiene plaza propia ni placa que lo anuncie, pero desde su Nuevo Teatro Fronterizo irradia una claridad centelleante y un oscuro parpadeo. Esa complejidad lo distingue de medio a medio de los charlatanes y de las linternas que corren por el vasto universo de la pedagogía literaria y de la experimentación teatral. A sus coordenadas se arriman –como al amigo venerado, al maestro fértil o a la buena sombra– gentes de teatro de todo oficio: actores, autores, directores, teóricos…

Su presencia acerca, en una conjunción infrecuente, a dramaturgos que suelen centellear con su misma fuerza en constelaciones lejanas y que pasan por la casa de Sanchis Sinisterra multiplicando la luz del Nuevo TeatroFronterizo.