Ensayo sobre teatro (II): NOMENCLATURA

La sensibilidad del público sufre una polarización exacerbada: frente al espectador mayoritario –que se conforma con un espectáculo que le entre por los ojos– se yergue otro –más infrecuente– que reivindica la experiencia dramática completa.
Ni es literatura cuanto se publica, ni es leche cuanto se envasa en brick. De igual modo, los escenarios están poblados por obras variopintas y no todas nacen de una misma comprensión del teatro.


Así que acuñaré, para agilizar mi relato y su lectura, una nomenclatura impertinente y sonora –permítanme esta travesura inocente–: por teatro verbenero léase ese teatro comercial que carece de grandes aspiraciones poéticas y manifiesta un interés meramente económico en su intercambio con el público; por teatro de bombo y platillo léase ese teatro grandilocuente, con ínfulas intelectuales y un más que respetable presupuesto proveniente de las arcas públicas; por pequeño teatro léase el teatro con sentido, con vocación humanista, nacido de una concepción artística y de una elaboración artesanal.
Ni estas tres etiquetas –pequeño, verbenero y de bombo y platillo– son las únicas posibles, ni son estancos los compartimentos que establecen. Un proyecto surgido de una visión puramente comercial o propagandística, que augure por tanto un flaco resultado artístico, puede trascender su naturaleza originaria gracias a la labor de un equipo que redefina sus objetivos y convierta la obra en una pieza artística única, memorable, inclasificable. Asimismo, un espectáculo de pequeño teatro puede pervertirse si quienes en él toman parte lo convierten en un trámite, una especie de sala de espera para profesionales ansiosos por saltar a esos otros dos teatros más provechosos.

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