Ensayo sobre teatro (III): LA VERDAD A TRAVÉS DE LA FICCIÓN

Miro a mi alrededor. Hoy, la sala está vacía. De estar escribiendo una novela, habría encendido para ustedes, lectores, un recorte filtrado en ámbar y lo habría enfocado hacia la mesa de trabajo, iluminando limpiamente el cuaderno y la mano. Habría creado una atmósfera solitaria cargada de una peligrosidad inconcreta y fatídica.

No obstante, lo que redacto es un ensayo que finge haber surgido por casualidad durante una mañana azarosa en que la autora está sola en el teatro desierto; un ensayo que mariposea distraídamente, libando de una y otra flor exuberantes, de una y otra idea imprevisibles; un ensayo que tiene, en realidad, un rumbo fijo hacia el que avanza siguiendo una sucesión de razonamientos que quieren ser coherentes y sólidos.

Adviertan que no les escondo la tramoya: compongo una ficción aparente a fin de penetrar y de exponer a pleno sol un puñado de verdades escondidas. ¿Acaso no cumple el teatro esa misma función? Por tanto, aunque les mienta abiertamente, pueden ustedes suspender tranquilos su incredulidad: todo embuste redundará en una mejor expresión de los argumentos y en una mayor comprensión de las conclusiones auténticas.

Mis inocentes trampas no van encaminadas a manipularlos: ya lo ven, ni he encendido el foco ni he hecho sonar música tétrica en la sala vacía. Todo lo contrario, me levanto de la silla vieja e incómoda –que alguien nos cedió tras descartarla en alguna mudanza–, y recojo el telón de fondo para abrir la puerta trasera. Entra aire nuevo. Entra la luz del día.


AUTORA. Mientras garabateaba absorta estas líneas, el cielo se ha ido encapotando. Descarga ahora un chaparrón furioso de primavera tardía, de verano temprano. Ante la puerta trasera pasan viandantes ligeros, medio encogidos, sujetando con los brazos en alto una chaqueta fina o una mochila con las que se cubren el pelo, indefensos bajo la lluvia y, aun así, ridículamente reacios a mojarse.

(Una JOVEN se detiene ante la puerta e irrumpe en la sala.)

JOVEN. No te importa si me resguardo aquí un rato, ¿verdad?

AUTORA. Claro, mujer. Quédate dentro. Sécate un poco.

JOVEN. Antes de hoy, ni me había fijado en este sitio. ¿Qué es?

AUTORA. Un teatro.

JOVEN. ¡Anda! Yo hacía teatro: era la monda, la más graciosa del colegio; en la función de final de curso había un trozo en el que yo entraba corriendo y empujé a la pobre Merceditas Delgado y se cayó encima de la gente. ¡Ay, qué risa! Fue sin querer, pero todo el mundo se tronchaba, la verdad.

AUTORA. Ya me imagino. ¿Y qué obra era?

JOVEN. Mira, pues ni idea. Luego, en el instituto, nos llevaron al teatro un par de veces, pero tampoco te sé decir qué fuimos a ver porque tuve la ocurrencia de hacer bolitas con el papel ese que te dan cuando entras y empecé a tirárselas a Juanjo Prieto, que era mi novio desde segundo, y los otros se fueron animando y acabamos llenándolo todo de bolitas. ¡Fue precioso, como si nevase! ¡Qué bien nos lo pasamos!

AUTORA. (Aparte.) La escucho atónita, incapaz de articular palabra. ¿Qué le haría falta? ¿Un sermón contundente? ¿O una crítica irónica –lo bastante velada como para que pudiese ella encajarla con buen ánimo– y una invitación para la próxima función? Aunque después sería preciso ir a tomar juntas unas cañas para comentar qué le ha parecido y qué ha entendido… Me siento obligada a hacer militancia o pedagogía o evangelización teatral, pero me paraliza el pavor cuando imagino la platea repleta de espectadores concentrados en bombardearse unos a otros con bolitas tras reducir a trizas los programas –estos papeles que tanto contienen, que tanto significan, que tanto cuestan–. El teatro no lleva un recuento de cuánto le da al público; el espectador, por su parte, recibe lo que quiere y hace con ello lo que le da la gana. La joven sigue con su blablá, sin perder la espontaneidad ni la sonrisa amable, y caigo súbitamente en la cuenta de que, con ese discurso pandillero que me ha sacado de quicio, trataba de corresponder con gracia al favor que yo le hacía guareciéndola entre estas cuatro paredes. Lo mismo hubiese dado que, en lugar de esta joven, hubiese recalado en la sala un anciano o un niño en patinete: el quid de la cuestión es lo poco que se sabe del teatro, lo lejos que le queda a la mayor parte de la población el teatro profesional. Y me conmueve la torpeza con la que cree estar brindándome lo mejorcito de su repertorio, sus patosos esfuerzos por complacerme con las anécdotas de su vida que, supone, más pueden gustarme. Parece que escampa y, aunque por amabilidad he aparentado prestar atención a su monólogo, la joven percibe que nuestro momento ya pasó.

JOVEN. No te entretengo más, estarás ocupada con eso que haces…

AUTORA. ¡Ah, esto! Es un ensayo.

JOVEN. ¡Venga ya! ¡Cómo vas a ensayar sin los actores! ¡Ensayaréis luego, por la tarde, después del trabajo! Oye, y tú ¿no trabajas?

AUTORA. (Aparte.) Suspiro ahora para no responderle con cajas destempladas. Trato de hacer acopio de paciencia antes de hablarle, pero se me adelanta ella, contestándose sola.

JOVEN. ¡Pues qué suerte! Hasta otra. Si un día necesitáis a alguien que dé una risa de morirse, acuérdate de mí, ¿eh?

AUTORA. Para cuando salgo de mi estupefacción, la joven ha desaparecido.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La mujer barbuda

Yo soy buena persona

El misterio de las aceras intransitables